En principio, los conflictos de intereses entre los hombres eran solucionados mediante el empleo de la fuerza. En la pequeña horda humana, la mayor fuerza muscular era la que decidía a quien debía pertenecer alguna cosa, o la voluntad de quien debía llevarse a cabo.
Al poco tiempo la fuerza muscular fue reforzada y sustituida por el empleo de herramientas: triunfó aquel que poseía las mejores armas o que sabía emplearlas con mayor habilidad. Con la adopción de las armas, la superioridad intelectual comienza a ocupar la plaza de la fuerza muscular bruta, pero el objetivo final de la lucha sigue siendo el mismo: una de las partes contendientes ha de ser obligada a abandonar sus pretensiones o su oposición. Este objetivo se alcanza en forma más completa cuando la fuerza del enemigo queda definitivamente eliminada, es decir, cuando se lo mata. Tal resultado ofrece la ventaja de que el enemigo no puede iniciar de nuevo su oposición, y de que el destino sufrido sirve como escarmiento, desanimando a otros que pretendan seguir su ejemplo.
En un momento dado, al propósito homicida se opone la consideración de que respetando la vida del enemigo, pero manteniéndolo atemorizado, podría empleárselo para realizar servicios útiles. Así la fuerza se utiliza para subyugar al enemigo, en lugar de matarlo. Este es el origen del respeto por la vida del enemigo. Pero desde ese momento el vencedor tuvo que vérselas con los deseos latentes de venganza que abrigaban los vencidos, de modo que perdió una parte de su propia seguridad.
Esta es la situación original, decíamos, el dominio de la fuerza bruta. Pero sabemos que este régimen se modificó gradualmente en el curso de la evolución, y algún camino condujo de la fuerza al derecho. Pero ¿cuál fue ese camino? Solo pudo ser uno, el que pasa por el reconocimiento de que la fuerza mayor de un individuo solo puede ser compensada por la asociación de varios más débiles: la unión hace la fuerza.